POR MARTÍN CAPARRÓS
11 AGO 2023 - 21:00 EL PAÍS
Ahora la información llega en cualquier momento. Algunos lo llamarían continuismo, pero suena a otra cosa
Quizás eran más serios o se tomaban más en serio: no decían que iban a hacerlo “periódicamente” sino todos los días. Por eso ingleses, franceses, italianos no dicen periodismo sino journalism, journalisme, giornalismo. En castellano sería diísmo: eso que se hace cada día.
Pero fue periodismo. Hay palabras que van alejándose de sí mismas hasta que terminan por significar algo tan diferente. La palabra periodismo viene, por supuesto, de periódico: algo que sucede a intervalos regulares. Lo que sucedía, en este caso, era que unas personas publicaban a tales intervalos unas hojas impresas que contaban lo que creían que importaba. Lo que importaba fue cambiando con los tiempos: del movimiento de los barcos a las movidas de los politicastros a las moviolas de los astros el camino es largo y caprichoso. Pero lo que importó en el nombre fue la regularidad, y esas hojas se llamaron periódicos y quienes las hacían, periodistas, y el hecho de hacerlas, periodismo.
Así que así nos llamamos, todavía, cuando esa periodicidad ya no existe. La palabra periodismo es un resto de aquellos tiempos en que los diarios salían a la mañana y los telediarios a la hora de la sopa.
Ahora la información llega en cualquier momento, cuando quiere. Algunos lo llamarían continuismo, pero suena a otra cosa. Y, de hecho, uno de sus vicios más notorios es la aceleración: muchos medios se creen que el mérito está en contar rápido lo que podrían contar bien, y corren y corren y se estampan. El prisismo —con la venia de esta noble casa— reemplaza con tal frecuencia al periodismo que el verdadero periodismo, tantas veces, consiste en desmentir lo que han contado ciertos medios antes de saberlo.
Son detalles. Mientras tanto, todos los periodistas estarán de acuerdo en que el periodismo está en crisis. Es difícil de negar: siempre lo está —aunque cada momento tenga sus maneras. Ahora hablan sobre todo de fake news: yo vengo de un país donde la revista más vendida tituló en su tapa “Seguimos ganando” un 27 de mayo de 1982, dos semanas antes de que esos argentinos ganadores se rindieran a los ingleses en las Malvinas. Y viví en un país donde el medio más rico y prestigioso confirmó en 2003 que Irak tenía “armas de destrucción masiva” y, por lo tanto, había que invadirlo —aunque esas armas no existían. Y vivo en un país donde, en 2004, los medios principales afirmaron que ETA y Txapote eran los culpables de un gran atentado que habían cometido personas tan distintas. Las fake news, entonces, no son ni news ni new.
Ahora la información llega en cualquier momento, cuando quiere. Algunos lo llamarían continuismo, pero suena a otra cosa. Y, de hecho, uno de sus vicios más notorios es la aceleración: muchos medios se creen que el mérito está en contar rápido lo que podrían contar bien, y corren y corren y se estampan. El prisismo —con la venia de esta noble casa— reemplaza con tal frecuencia al periodismo que el verdadero periodismo, tantas veces, consiste en desmentir lo que han contado ciertos medios antes de saberlo.
Son detalles. Mientras tanto, todos los periodistas estarán de acuerdo en que el periodismo está en crisis. Es difícil de negar: siempre lo está —aunque cada momento tenga sus maneras. Ahora hablan sobre todo de fake news: yo vengo de un país donde la revista más vendida tituló en su tapa “Seguimos ganando” un 27 de mayo de 1982, dos semanas antes de que esos argentinos ganadores se rindieran a los ingleses en las Malvinas. Y viví en un país donde el medio más rico y prestigioso confirmó en 2003 que Irak tenía “armas de destrucción masiva” y, por lo tanto, había que invadirlo —aunque esas armas no existían. Y vivo en un país donde, en 2004, los medios principales afirmaron que ETA y Txapote eran los culpables de un gran atentado que habían cometido personas tan distintas. Las fake news, entonces, no son ni news ni new.
La crisis, si acaso, de estos días es un producto de esos cambios técnicos que hacen que los que escuchaban o leían también hablen o escriban, y que cualquiera pueda difundir historias y que la mayoría sea ilegible y unas pocas buenas, y esas pocas tengan la posibilidad de circular mucho mejor que antes. Es la caída de los grandes medios hegemónicos, los que definían qué existía y que no —y ya no lo consiguen y se duelen.
Pero insisten, en general, en hablar de esa gente que nos enseñan a considerar noticia —los ricos, los poderosos, los futbolistas, las tetonas, los cantantes contantes y sonantes. Uno de los problemas básicos del periodismo más tradicional es que sigue centrándose en las costuras de unos Estados y unos políticos que sus lectores desdeñan o detestan. Informamos sobre gente que no le interesa a nadie o sobre gente que no tiene ningún interés, y no sobre nosotros, que nos interesamos. Seguimos sin saber contar la vida, nuestras vidas. Por eso tanto “público joven” no sigue a los periódicos y su “información” sino a otros jóvenes que le hablan de sus cosas: las de ambos.
Mientras tanto, el periodismo de siempre sufre porque sigue creyendo, en tantos casos, que debe hacer lo de siempre y lo hace —como casi siempre— mal: blandito, perezoso, complaciente. Aunque a veces despierta. No debería ser difícil: el periodismo, al fin y al cabo, consiste en averiguar algo, pensarlo, contarlo bien —y, si acaso, desmentir a quien quiere mentir al respecto. Hace unos días sucedió, aquí, en España, y le costó miles de votos a un embustero desatado. Entonces muchos salimos a decir ah, por fin un poco de periodismo: cuando una palabra que designa una actividad se usa para definir un momento extraordinario de esa actividad es que esa actividad está jodida. Que está en crisis, diríamos, si la palabra crisis todavía significara algo.